Soldier
“Si en tus propios sueños asfixiantes también pudieras tú seguir a pie la carreta donde lo arrojamos y ver cómo retorcía los blancos ojos en la cara, una cara colgante, la de un diablo harto del pecado; si pudieras oír, a cada tumbo, a la sangre vomitada por pulmones de espuma corrompidos, obscenos como el cáncer, amargos como pus de viles llagas incurables en lenguas inocentes— amigo mío, no contarías con tanto entusiasmo a los niños que arden ansiosos de gloria esa vieja mentira: Dulce et decorum est Pro patria mori.”
Wilfred Owen, Dulce Et Decorum Est, 1917
Bajo la lluvia las botas usadas del joven oficial de señales J. Ronald Tolkien se hundían en el lodo de la trinchera dejando tras de sí huellas poco profundas que se perdían en el blando barro. El uniforme del oficial Tolkien era de segunda mano, tras su llegada a Francia sus pertenencias se habían extraviado y tuvo que hacerse con un equipo usado. No fue difícil encontrar los galones de oficial de señales en la ofensiva de Pozières, tal era la mortandad entre las tropas aliadas.
La humedad y el barro empapaban y entumecían las esperanzas de la compañía B del 11º batallón inglés, perteneciente a una nueva división de voluntarios que habían estado en reserva a la espera de la ruptura del frente alemán. La ruptura no se produjo y aunque la moral de los soldados voluntarios era alta el panorama era descorazonador, estaban en la cruenta Batalla del Somme.
La división del oficial Tolkien acababa de dejar la guarnición de retaguardia y la cantidad de bajas era ingente. Se dice que esta ofensiva estaba siendo la mayor que el ejército inglés había emprendido nunca, y también la que más vidas estaba sesgando. El oficial Tolkien podía dar crédito, tan sólo llevaba un mes en el frente de batalla y había sido testigo de las bajas de Bazentin. La carta con la noticia de la muerte de su amigo y compañero de la T.C.B.S., Robert Wilson, permanecía en el bolsillo superior de su chaqueta raída, junto con una carta para Edith.
Lo que antes fueron praderas norteñas francesas eran ahora explanadas grises salpicadas de troncos muertos y miles de cráteres horadados por los bombardeos, alambradas de espinos desplegadas a lo largo de kilómetros y patriotas de una Europa que luchaba enloquecida enfrentando una vez más a valientes hombres.
Caminaba pesadamente, absorto, con los ojos entrecerrados, atisbando por encima de la trinchera algún montículo virgen con alguna brizna de hierba, pero nada escapaba a los morteros y las granadas. Bajo el peso de su propio equipaje y parte del equipo y comida del oficial Tolkien, el soldado asistente Charles Smith se agachó para recoger un papel doblado que cayó del pantalón del oficial. Afortunadamente no se había mojado mucho. Lentamente, siguiendo el paso y tratando de no tropezar en la trinchera, donde se extendían los equipos y enseres del batallón de reserva., Smith desplegó el papel.
“Eala Earendel engla beorhtast.
ofer middangeard monnunn sended.
Dos Árboles.
Están las costas de Faery
con sus playas de guijarros iluminadas por la luna
cuya espuma es música de plata
en el suelo opalescente
más allá de las grandes sombras del mar
en el margen de la arena
que se extiende para siempre
desde los pies dorados de Kôr
más allá de Taníquetil
en Valinor.
V’ematte singui Eldamar”
No entendía nada pero no obstante sonrió. Ronald Tolkien era un oficial bastante distinto a otros que había conocido, sus maneras, como las de casi todos los oficiales voluntarios eran educadas, pero la sonrisa al final de cada frase de Tolkien le transmitía algo más. Sabía que su mente volaba en los ratos libres, cuando terminaban las maniobras y comían juntos. No sólo era el dolor marcado en sus facciones por ver tanto horror y desastre, su silencio encerraba pensamientos que escapaban de aquel infierno.
Esa noche casi no pudieron descansar. El clima era extraño para ser finales julio. El cielo salpicado de nubes no ofrecía más estrellas que algunas desperdigadas a lo lejos, que sólo podían observarse desviando la mirada. Había más silencio de lo normal en la compañía. Esa misma tarde les habían comunicado que a la mañana siguiente entrarían de nuevo en combate. Las reglas e instrucciones fueron repetidas. Insistieron una vez más en las señales con los silbatos para comenzar y continuar el ataque sobre la tierra de nadie. No parecía extremadamente complicado, lo más difícil sería mantener la calma.
Smith y Tolkien se resguardaron en un saliente de la trinchera, de espaldas al enemigo, estirando las piernas, el murmullo de los soldados se extendía por los kilómetros de la trinchera. A la luz de las lamparillas de aceite los mosquitos portadores de enfermedades revoloteaban torpemente. Charles Smith preparó los enseres de cocina y calentó agua para cocer una lata de comida. En su chaqueta encontró el papel doblado del oficial, su mirada nerviosa pasó del papel a la cara del oficial y nuevamente al papel. Rápidamente lo guardó y continuó con su tarea. Desde la Batalla de Bazentin Smith había permanecido siempre al lado de Ronald Tolkien, era su asistente como tantos otros voluntarios de zonas pobres rurales de Inglaterra. Juntos preparaban la comida y desplegaban las banderas en los movimientos por las trincheras. Smith sentía un profundo respeto por el oficial.
Ronald Tolkien era delgado, de tez blanca y bigote bien recortado, como correspondía a los oficiales. No solía hablar mucho en un principio, pero Smith sabía que en cuanto le devolviese aquel papel comenzaría alguna conversación, maldijo la guerra y sus horrores y pensó en Inglaterra y su casa. Al menos tendría la mente en blanco y podría descansar algo. El estómago no aceptaba nada de comida, pero quizá fuese la última que tomarían, aunque quería pensar en eso.
- Señor, esta tarde usted perdió esto– Smith rompió el silencio y extendió el papel doblado y sucio al oficial, que se enderezó sobre el macuto con las banderas y apoyó su casco sobre la jaula de las palomas mensajeras. Con curiosidad cogió el papel de la mano del soldado, lo desdobló y lo leyó rápidamente mientras una sonrisa se dibujaba en su boca.
- Ah, Smith, no se preocupe, no es nada importante, sólo anotaciones, ideas, tan sólo un juego lingüístico – Tolkien sonrió para sí. Con la mirada perdida en las líneas sobre el papel.
- Mi madre me enseñó a leer y escribir de pequeño, señor, pero no entiendo todo lo que dice. No es inglés, ¿no?- Smith preguntó con timidez, esquivando la mirada de su superior.
- No, ciertamente no es inglés, no todo al menos. Son nombres de una mitología antigua, poesía, y la lengua de los... Elfos.- Ronald suspiró, su mirada perdida en el cielo,
- ¿Elfos?, ¿se refiere usted a los elfos de los cuentos de hadas? – Smith perdió toda vergüenza al preguntar aquello. Las palabras salieron de su boca sin poder frenarlas, le pareció impensable que un oficial, educado en una universidad pública, hablase y escribiese sobre cuentos de hadas. Tolkien rió ligeramente al escuchar al soldado raso. Tras unos segundos de silencio, asintiendo con la cabeza lentamente y sonriendo, su mente voló a los prados de Warwickshire y recordó los aromas y las viejas historias. Los ojos de Edith, su esposa, brillaron ante él. Ronald preguntó en voz muy baja:
- ¿Porqué estamos aquí Smith? Creía que había nobleza y determinación en el alistamiento y dudé por mi retraso en unirme a las tropas, pero lo que he visto hasta ahora no tiene nada de eso. Hombres asustados como animales, oficiales inexpertos que arengan a disparar contra un pueblo valiente. Desesperación y muerte atrás y adelante.
- No lo sé, Señor. En mi familia mis dos hermanos y yo estamos alistados. Supongo que luchamos por el Imperio Británico y por Inglaterra, – Smith dudó –, y por defender a los niños para que jueguen con los elfos.
Tolkien sonrió y asintió lentamente, la humildad y determinación de su asistente le parecieron muy grandes y pensó en su vida en la campiña inglesa, con sus hermanos y unos futuros hijos sonrientes. Cerró los ojos y ante sí vio a Edith y las afiladas torres de Gondolin, ciudad de los gnomos y a Kôr y el barco de Earendel sobre las aguas del mar, navegando hasta Taniquetil, en Valinor.
* * *
El día amaneció despejado. Tras los primeros bombardeos sobre las líneas enemigas el ambiente era denso y pesado. El polvo secaba las gargantas y los gritos de los oficiales se extendían por las trincheras. La 25º división apoyaría en la ofensiva al Primer Cuerpo ANZAC australiano y entrarían pronto en combate. Varios soldados rasos repartieron un fuerte licor para entrar en batalla.
- Dicen que despeja la mente y calma los nervios – aseguró un soldado autraliano a Smith. – De todos modos es lo último que tomaremos, probablemente. O ellos o nosotros.
En una hora los silbatos de los oficiales darían la orden de iniciar la ofensiva. Tenían que salir en grupos ordenados, arrastrando con ellos casi treinta kilos de equipaje: se esperaba que tomasen la posición enemiga y la defendiesen. Los bombardeos previos deberían haber despejado de minas y alambradas la tierra de nadie y las fortificaciones alemanas deberían haber sido devastadas. La táctica era sencilla, mientras unos grupos avanzaban los otros prestarían apoyo, pero deberían ser rápidos para no caer bajo el fuego amigo, una vez llegasen al otro lado acabarían con los alemanes, si es que no habían huido ya.
La espera fue tensa y larga, las últimas instrucciones se repitieron una vez más. El oficial Tolkien explicó de nuevo los toques de silbato y pronunció una corta frase de ánimo. No hablaba mucho y nadie esperó de él un gran discurso. Si todo salía bien aquello seguiría repitiéndose durante los próximos meses.
El toque largo del silbato rompió el silencio y rezos de algunos soldados. Los oficiales gritaron y todos los soldados salieron de la trinchera. El humo mantuvo escondidas las pisadas de los ingleses durante unos pocos metros. Entonces comenzaron los disparos.
Con tan sólo un puesto enemigo que hubiese quedado indemne tras el ataque de artillería sería posible reducir o, al menos, hacer retroceder una oleada de medio batallón: las ametralladoras alemanas eran implacables.
Y las alambradas había aguantado los bombardeos.
Los gritos de los soldados enturbiaron el campo de batalla y todo se sumió en una pesadilla. Tolkien trató de mantener ordenadas sus filas. Los hombres se arrastraban bajo el peso de las mochilas esquivando alambradas y restos de escombros. El estruendo de las bombas era tal que el ruido lastimó sus tímpanos. Todo fue gris y rápido. Las balas zumbaban cerca de sus oídos y hombres a su alrededor caían. Muchos se retorcían en el barro. Miró atrás y vio varios soldados tumbados tras la explosión de una granada. Smith seguía tras él. El dolor y miedo desfiguraban sus rostros. Los fusiles ingleses disparaban a todas partes sin saber dónde se encontraban las ametralladoras enemigas y cuán lejos quedaban sus posiciones.
El barro se pegaba a las botas y hacía casi imposible avanzar. El horror de saberse vulnerable por ser un blanco fijo hacía enloquecer a los hombres, que gritaban y se lamentaban entre dientes mientras avanzaban. Los gritos agonizantes y las órdenes se confundían en una maraña de voces. Tolkien cayó al suelo tropezando con una piedra. Su bota quedó enganchada en una alambrada. Los disparos enemigos dibujaron un arco que levantó el agua sucia de un charco a tan sólo medio metro de él. Smith cayó prácticamente encima suyo, le ayudó a desenganchar su bota y miró hacia atrás para hacer un gesto a sus compañeros. La fila era ahora un grupo de sombras dispersas, muchas se paraban y continuaban, otras no se levantaban más. Los ingleses lanzaban granadas y arrastraban a sus compañeros heridos apoyándolos en las pequeñas elevaciones del terreno. Smith ayudó a Tolkien a incorporarse y corrió tras él, siempre cerca.
El silbato del oficial de señales Ronald Tolkien siguió dando la orden de avance. Tras unos metros, cuando llegó a unas rocas y una pared derruida, Tolkien miró atrás. Su respiración entrecortada y su garganta reseca por el humo y el escozor de los gases enemigos hacían que respirase ruidosamente, el corazón le latía fuerte en la cabeza y los tímpanos zumbaban de dolor. Por encima del ruido intenso de la guerra vio como Smith era alcanzado por una ráfaga de disparo de ametralladora. Mientras caía no gritó ni soltó el fusil. Se desplomó pesadamente cuando las rodillas no soportaron su peso, hundió la cara en el barro y no se movió.
* * *
Al atardecer, cuando pocos disparos se oían y los bombardeos habían finalizado, la tierra de nadie se extendía ante los ejércitos como una marisma de cuerpos hinchados por el sol y la humedad, restos humanos yacían semienterrados y carbonizados en los cráteres de las bombas. En algunas trincheras los enemigos yacían juntos amontonados. No había gloria en la Guerra de las Máquinas.
“Mi Sam Gamgy era en realidad un reflejo del soldado inglés, de los asistentes y soldados rasos que conocí en la guerra de 1914, y que me parecieron muy superiores a mí mismo.”
J.R.R.Tolkien: una biografía, H. Carpenter (ed) 5
por Guillermo "Tharkas"
premio Relato Corto Casa de Mittalmar 2006
domingo, 22 de febrero de 2009
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